domingo, 29 de noviembre de 2009

"El Niño y la Madre nos esperan... "

¡Ecce ancillae Domini! Fiat mihi secundum Verbum tuum. Et Verbum caro factum est.

Adentrémonos en ese mar sin orillas y sin fondo de las maravillas de Dios. El Padre da a su Hijo, el Hijo se anonada tomando forma de siervo y el Espíritu Santo forma la Sagrada Humanidad en las entrañas purísimas de María.

El Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. ¡La fuente de la sabiduría, la Palabra del Padre en las alturas! Esta Palabra, por tu mediación, Virgen santa, se hará carne, de manera que el mismo que afirma: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí podrá afirmar igualmente: Yo salí de Dios, y aquí estoy[1].

Durante nueve meses la unión fue inquebrantable: “Mi amado era mío, y yo era de mi amado”[2]. Ante la grandeza, la Madre, enmudecía y solo sabía orar para glorificar al Padre; ante su pequeñez, se anonadaba su alma y solo se atrevía a orar para bendecir al Hijo; ante aquel piélago de luz divina que inundaba su ser, solo cabía orar, para alabar al Espíritu Santo. Oración, oración, sin interrupción, dando continuamente gracias a la Santísima Trinidad.

Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte[3].

Acerquémonos presurosas al Niño y a la Madre ellos nos muestran y enseñan a contemplar ese maravilloso misterio de la Encarnación, misterio de pureza, humildad y unión con Dios.

Queremos ver y veremos en cuánto seamos capaces de mantener puro nuestro corazón. “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”[4]. Jamás acumulemos suciedad en nuestro corazón: Celos, envidia, rabia, resentimiento, desencanto… Que no nos acostumbremos a guardar este lastre, a instalamos en la hipocresía y dejar de confiar en la bondad de las y los demás. Todo esto nos vuelve despiadadamente críticas con las personas.

La Iglesia nos propone limpiar nuestra alma con el sacramento de la reconciliación y como Consagradas nos llama a insistir nosotras mismas en la conversión del alma a Dios “examinen diariamente y acérquense con frecuencia al Sacramento de la penitencia”
[5] y de acuerdo con este nuestras constituciones[6] . Su gracia y su perdón nos devuelven la pureza.

Queremos ser humildes, pero sin ser despreciadas; queremos contentarnos con lo que tenemos pero sin pasar necesidad; vivir nuestra castidad sin la mortificación de los sentidos; ser pacientes sin que nadie nos ultraje; queremos la virtud y la virtud heroica porque queremos ser santas y rehuimos los trabajos que las virtudes llevan consigo; es como si no queriendo saber nada de combates en el campo de batalla, quisiéramos ganar la guerra viviendo cómodamente en la ciudad
[7].

Bendita ¡humildad de corazón! que nos hace capaces de comprender que todo cuanto tenemos es un don de Dios, que nos enseña a compartir lo que hemos recibido vocación a la Vida Consagrada, recursos, tiempo, talentos, esperanza; que nos hace sentir que somos pequeñas ante tanto don y ante la grandeza de Dios y que nos pone en camino hacia la senda de la eternidad.

En la encarnación, Dios Padre escogió los tres “consejos evangélicos”, pobreza, castidad y obediencia, para su Hijo como la mejor manera de redimir a la humanidad.

A la humildad de corazón, se ha de sumar el ferviente deseo de unirnos con el Señor en la Eucaristía. Deseo que nace del conocimiento de nuestra debilidad y pobreza y nos impulsa a unirnos con Cristo para fortalecernos en las virtudes sobrenaturales, y enriquecernos con el alimento divino de su cuerpo y sangre.La mayor acción de gracias será aquella que prolongue aquella unión con Jesucristo durante todo el día.

Nada más recibir al Señor en nuestra alma le adoraremos desde lo más profundo de nuestros corazones; en unión con la Virgen María nos sorprenderemos ante la divina majestad de su Hijo, le alabaremos y daremos gracias por todos los dones recibidos; le ofreceremos nuestras buenas obras y deseos, junto con nuestras miserias, para que los purifique con el fuego divino de su amor misericordioso; seguiremos con íntimos coloquios con el Señor, como un amigo con su mejor amigo, sencilla y afectuosamente; pondremos atención a lo que nos diga nuestro divino Maestro y le pediremos todo cuanto necesitamos para nuestra santificación y la salvación de las almas.[8]

Si de veras queremos la unión con Dios y si queremos permanecer con aquel que nos da la vida, no podemos convertirnos como las golondrinas que cuando comienza el frío emigran a otro lugar; así que cuando tengamos problemas o luchas no nos rebelemos y abandonemos nuestra fe, nuestra consagración religiosa, dejando a un lado todo lo que en Jesucristo hemos aprendido. La perseverancia es una virtud del cristiano y cuánto más del alma Consagrada.

Pidamos la gracia de la unión transformante sin escatimar muchos esfuerzos y sacrificios, trabajando sin descanso, sin perder ni un minuto de nuestro tiempo y con correspondencia generosa a todas las gracias divinas que el Señor nos regala a cada instante.

Madre santísima concédenos la gracia de convivir con Jesús todos los instantes de la vida, haciendo de nuestras obras ordinarias, extraordinarios actos de amor a Dios y los gérmenes divinos depositados en nuestro corazón alcancen su desarrollo completo.

Un teólogo dijo una vez que el hombre más temido por el diablo es aquel que ha leído, de cabo a cabo, un solo libro religioso. ¿No se podría decir que el demonio siente respeto por la religiosa que encarna vitalmente el don de su Consagración? ¿No vale ello de manera especial en el caso de nuestro carisma Congregacional?

Preparemos nuestra Navidad en María con inefable amor. Ella nos bendiga con su Niño.

[1] San Bernardo Abad, Sermón sobre el acueducto: Opera Omnia, Oficio de Lectura 7 de Octubre
[2] Cant. 2,16
[3] LG 57
[4] Mt 5,8
[5] C 664
[6] Const. 126,127
[7] Cf. San Gregorio Magno, Moralia, 7, 28, 34


[8] Julián Jarabo Ruiz, Revista Ave María, nº 731 (Junio 2007)

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